Lo contó el escritor uruguayo Eduardo Galeano: “Estábamos Aguirre, el director de cine argentino, y yo en Cartagena de Indias en un coloquio con universitarios y uno de ellos preguntó que para qué servía la utopía. No era fácil la respuesta, pero mi compañero de mesa respondió con prontitud y sabiduría: la utopía está en el horizonte, yo sé muy bien que nunca la alcanzaré, que si yo camino diez pasos hacia ella, se alejará diez pasos y cuanto más la busque…menos la encontraré, porque ella se va alejando a medida que yo me acerco. ¿Para qué sirve la utopía? Pues la utopía sirve para eso, para caminar, para seguir avanzando”.
El poeta Caballero Bonald nos enseñó -en feliz definición- que “la utopía era una esperanza consecutivamente aplazada” y que la esperanza, decía, nos sirve para ser más íntegros y más felices. En esta nueva época tan llena de incertidumbres y peligros nos hemos desprendido de todo lo ´duro´y de todo lo ´sólido´ como, con especial lucidez, nos dijo Bauman con su idea de la sociedad líquida. Quizá por eso, atacados por el síndrome de la impaciencia, confundimos progreso con velocidad, buscamos atajos y, en consecuencia, nos acostumbramos a deformar la realidad para adaptarla -como la cama del mitológico bandido Procusto- a dogmas previos, equivocados y perversos, aquellos de los que parten el propio funcionamiento político y muchas organizaciones y empresas, que transubstancian mal y transforman el bien común en ambiciones personales, la fuerza en desánimo, el conocimiento en soberbia y las palabras en pura retórica. En nada. Se olvidan de que son las instituciones las que deben adaptarse a la realidad y a los ciudadanos, y no al revés: sin hombres y sin mujeres no hay instituciones. Sin utopía tampoco hay futuro.
Los hechos nos enseñan cada día (y el verano del 2025 ha sido trágico) que estamos viviendo ya al borde de una debacle ecológica de consecuencias imprevisibles, con incendios y devastaciones medioambientales producidas por el calentamiento climático, y con un proceso inaudito de destrucción de la naturaleza que ha crecido exponencialmente; hemos sufrido gravísimas pandemias sanitarias que han arrojado hace tan sólo unos años millones de muertos y nos desayunamos cada mañana con los partes de guerra en Gaza y Ucrania, con miles de muertes y heridos, con destrucción sin límites y amenazas permanentes a la paz que nace cada día perturbada por violaciones a los derechos humanos en regímenes totalitarios y despóticos que se ríen de las libertades fundamentales consagradas en la Declaración de los Derechos Humanos mientras los organismos internacionales que debían paralizar el horror miran para otro lado. Hacen falta saberes que nos permitan avanzar en la comprensión y el entendimiento, sin utilizar los datos y la IA para el ejercicio del poder. Nos debemos, como seres humanos, una lucha sin cuartel contra la corrupción y el hambre, y seguir trabajando contra la desigualdad que corrompe la democracia. Nos hace falta una nueva gobernanza global, común y legítima porque, como ha escrito Lamo de Espinosa, “sin legitimidad es fácil ganar las guerras, pero difícil ganar la paz”. La gente ya no se cree tantas mentiras y desconfía de los políticos, mandamases, todólogos, opinadores e “influencers” que son una moderna alegoría de cómo se mira en el espejo esta sociedad irreverente y egoísta.
Y, así las cosas, vuelvo a un hermoso libro (“Por una Constitución de la Tierra”, edt. Trotta, 2022) escrito por Luigi Ferragoli, profesor emérito de Filosofía del Derecho, nacido en Florencia. Un hombre sabio y cabal que nos presenta un proyecto de Constitución de la Tierra. No como una hipótesis utópica, sino como la respuesta racional y realista capaz de limitar los poderes salvajes de los estados y los mercados en beneficio de la habitabilidad del planeta y la supervivencia de la Humanidad. Por eso, escribe Ferragoli, “hoy es más actual que nunca el proyecto kantiano de la estipulación de una constitución civil como fundamento de una ´confederación de pueblos´ extendida a toda la Tierra”. Kant nos enseñó que hay que pensarse a la vez como ciudadanos de una nación y como miembro de la Sociedad de ciudadanos del mundo.
El proyecto de Constitución de la Tierra es una hermosa idea que define a la Tierra como la casa común de los seres vivos y merece ser leído con esperanza. Deberían leerlo Putin, Trump y resto de compañeros sátrapas. El artículo primero -de los cien que integran el texto que se propone para su discusión- nos dice “que la Tierra es un planeta vivo. Pertenece, como casa común, a todos los seres vivientes: a los humanos, los animales y las plantas. Pertenece también a las generaciones futuras, a las que la nuestra tiene el deber de garantizar, con la continuación de la historia, que aquellas vengan al mundo y puedan sobrevivir en él”.
No sé si esto es utopía o no lo es. Estoy seguro de que la única forma de contribuir al cambio es no resignarse y, con Sábato, de que solo los que sean capaces de encarnar la utopía serán aptos para el combate decisivo, el de recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido. Y en eso también creo.