Hay palabras antiguas que no pertenecen solo a los templos y que no son propiedad de ninguna religión, sino que conforman la arquitectura moral de un pueblo. Palabras que, aun desgastadas por el uso o arrinconadas por la prisa, conservan una dignidad silenciosa. Adviento es una de ellas.
Adviento es una palabra que no exige fe explícita para ser comprendida ni para ser vivida, porque habla un lenguaje previo a las creencias: en Adviento están recogidos el idioma y el tiempo de la espera, el de la preparación, el de la conciencia de límite. Durante siglos, en nuestra cultura, el Adviento fue eso: un tiempo apartado del ruido, una pedagogía de la demora, una forma discreta de ordenar la vida antes del encuentro con aquello que desconocemos y que nos supera.
El Adviento era solo un tiempo litúrgico ligado a la preparación del nacimiento de Cristo. Era (y podría seguir siendo) un tiempo civil. Un tiempo donde hacer posible ese acuerdo tácito que domesticase nuestras ansias inmediatas y que nos enseñase que no todo puede resolverse de inmediato, que no todo debe consumirse sin maduración y que no toda palabra merece ser pronunciada sin haber pasado antes por el tamiz del silencio.
Pero el Adviento es también, en su raíz más honda, el tiempo de la espera de Dios. No de un dios abstracto ni domesticado, sino de un Dios que irrumpe cuando no se le controla, que no se impone por la fuerza y que llega (según la vieja intuición cristiana, preñada de poesía) en la fragilidad de lo pequeño, envuelto en lo que no hace ruido. En el pensamiento cristiano, esa espera del Misterio no se traduce en evasión del mundo, sino en un modo de habitarlo de manera exigente: el Adviento nos prepara para vivir como si la realidad no se agotara en lo visible y como si el sentido no estuviera del todo cerrado.
Hoy vivimos en un país que ha perdido esa gramática de la espera y de la maduración. Saturados por el lenguaje del odio y de la confrontación, nos hemos rendido y confundimos la urgencia con la verdad, la reacción con el compromiso y el volumen alto con la razón. La política ha degenerado en inmediatez envenenada; la conversación pública, en sospecha nerviosa y agresiva; la vida cotidiana, en una carrera sin punto al que llegar. Todo nos empuja a eliminar la espera, como si esperar fuera una forma de debilidad y no (como sabían los antiguos) una expresión certera de fortaleza y grandeza interior.
Por eso el Adviento resulta incómodo. Porque nos recuerda que no estamos terminados. Que algo nos falta. Y, más aún, que esa falta no es solo social o política, sino también espiritual, personal. El Adviento pone sobre el tapete de nuestras vidas la realidad de que hay una sed que no se calma con bienestar, ni con identidades, ni con victorias simbólicas. El Adviento nombra esa carencia sin negarla y sin llenarla con sucedáneos: la mantiene abierta, como una herida que no se puede sanar con todas esas cosas que saturan y pudren nuestro día a día.
Es desde ahí desde donde podemos entender su densidad cívica. Y es desde ahí desde donde podemos comprender que un pueblo que acepta que no está completo es un pueblo capaz de la prudencia. Que un país que reconoce que no se basta a sí mismo es un país menos tentado por la soberbia. Y que las grandes virtudes públicas (el respeto, la moderación, la justicia paciente, incluso la alegría que no necesita aplastar a nadie) nacen de esa conciencia humilde de límite, de finitud y de trascendencia.
Hemos olvidado todo eso, o nos han hecho olvidado, intencionadamente. Pero resulta que, aunque no queramos verlo, aunque nos escueza reconocerlo, venimos de esa tradición. Somos herederos de una cultura que sabía que antes de la fiesta hay que ordenar la casa; que antes de que se pronuncie la palabra solemne es necesario el recogimiento; que antes del encuentro conviene preparar el alma. En nuestra cultura Dios no ha sido nunca una coartada, ha sido siempre una medida; no una consigna para la batalla, sino un horizonte que obligaba a contenerse. Y entendido así, como disposición para la escucha y como apertura para el encuentro, el Adviento es una forma elevada de política (en el sentido más noble del término) porque recuerda que ninguna comunidad se salva solo con leyes o con eslóganes. Acogiéndolo sin anteojos, el Adviento se transforma en una invitación a desarmar el gesto antes de alzar la mano, a conceder tiempo al otro para que pueda ser lo que debe, a vivir (como en los momentos más lúcidos de nuestra historia— sabiendo que la esperanza no se decreta: se espera y se cuida. Quizás no nos falten palabras para poner voz a todo esto: tal vez sea que despreciamos esa vieja sabiduría que enseñaba a callar antes de hablar, a reparar antes de exigir, a preparar el ánimo antes de celebrar. Lo contrario ya lo conocemos: un presente acelerado donde nadie espera ni nada ni a nadie y donde todos llegamos tarde a lo esencial, un tiempo arrollado por la banalidad y la idiotez, que camina imparable hacia la catástrofe.
No sé si vendrá Dios como lo imaginamos, ni si sabremos reconocerlo si llega. Pero sí sé que una sociedad sin Adviento (sin pausa, sin hondura, sin la humildad de reconocer lo que le falta) acaba encerrada en la repetición estéril del conflicto. Recuperar esa antigua espera, humana y divina a la vez, puede que no lo resuelva todo. Pero tal vez sea la forma más silenciosa, más civil y más verdadera de empezar a reconstruirnos.
Como escribió san Agustín, en una frase que atraviesa siglos de fe y de cultura: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, I, 1). Podemos despojar a esa inquietud del ansía divina y podemos entender que la espera inquieta no es un fallo del sistema personal ni del sistema social, sino su clave: la señal de que el ser humano no está hecho para cerrarse sobre sí mismo, sino para esperar, en una confianza alegre y en una alegría confiada, algo que lo desborde y lo ordene, algo que lo prepare y le dé sentido.
Tal vez el Adviento nos recuerde, en última instancia, que una sociedad madura no es la que ha desterrado toda espera, sino la que ha aprendido a esperar sin desesperar; no la que ha clausurado la pregunta por Dios, sino la que acepta que hay algo (o Alguien) que no se deja poseer ni instrumentalizar. Esperar a Dios, incluso cuando se duda de Él, es reconocer que la realidad no nos pertenece del todo y que el futuro no se fabrica solo con voluntad. Esa espera, humilde y exigente, es la que salva a los pueblos del cinismo y a las personas del endurecimiento. Quizá por eso el Adviento sigue siendo el tiempo que nos falta: porque nos enseña a vivir abiertos, responsables y disponibles, como quien sabe que lo verdaderamente decisivo no se conquista: se recibe y se acoge, como un don.