Abierto por derribo

Manuel Madrid Delgado

La última Navidad

La Navidad es el recordatorio amable de que lo importante no es eterno y que, precisamente porque no es eterno, merece más atención

Llega diciembre, y algunos sentimos la necesidad de volver a escribir sobre la Navidad. Lo hacemos como quien regresa a un lugar (la vieja casa de los abuelos, la habitación de la niñez) que conoce de memoria y en el que, sin embargo, siempre encuentra un rincón, en el que no se había mirado bien, que cobija algo secreto y maravilloso. Y eso, más o menos, es la Navidad: ese lugar en el que uno se adentra sabiendo que nada va a cambiar en su vida y en el que, misteriosamente, algo (aunque sea minúsculo, aunque no se pueda percibir) ha cambiado para siempre. Creo que es por eso por lo que seguimos insistiendo, diciembre a diciembre, en contarla, en explicarla, en interpretarla. O, simplemente, es por eso por lo que nos sentamos en el bardal del invierno que se nos viene encima, a contemplarla, a mirarla de frente. Y es que la Navidad es el único fragmento del calendario en el que la costumbre no se desgasta con el uso, sino que ilumina. En la Navidad, lo repetido no cansa: en estos días, lo repetido revela, enseña, acaricia.  

Dice el villancico popular que

La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va,
y nosotros nos iremos
y no volveremos más.



Hemos oído esos versos desde que somos niños, pero cuando uno es niño oye la copla y no entiende nada; es cuando la escuchamos de adultos que la comprendemos demasiado. Estoy convencido de que este verso, tan humilde y tan hondo, es posiblemente la mejor teología, la teología más clara, que ha surgido de la religiosidad popular. Nos susurra que la Navidad se va y se viene, pero que nosotros sólo nos vamos; que la Navidad regresa siempre, y que nosotros habrá un día del que no regresemos. Y ahí está el misterio de la Navidad: al celebrarla, celebramos una fiesta que sabemos que nos sobrevive. La Navidad nos trasciende y nos inserta en la gran torrentera del tiempo iluminado por el Misterio que acontece en las entrañas de la Nochebuena. Y esa fugacidad nuestra, y esa eternidad de lo proclamado por la Navidad, es lo que entendemos de adultos.

¿Es por eso por lo que la Navidad nos provoca esa mezcla delicada de alegría y de vértigo? La Navidad llega y nos recuerda, con una sonrisa amable, que el tiempo es un inquilino que no paga atrasos. Montamos el belén y el árbol, afinamos (o desafinamos) los villancicos, envolvemos con cariño los regalos, cocinamos para demasiada gente y repetimos frases que consideramos nuestras cuando, en realidad, son patrimonio de todos… Pero al fondo de todo ese trajín doméstico de estos días, en su limpia hondura, late una conciencia callada que nos dice, suave como la brisa sobre la nevada, que esto no es para siempre… pero volverá.

Y todo eso vuelve porque tiene una función que ninguna otra fecha cumple: la Navidad llega para sacarnos del tiempo recordándonos que estamos presos en él. La Navidad impone un paréntesis y nos arranca de las manos de la prisa estéril, y al mismo tiempo nos va señalando el paso de los años en nuestras miradas cada día más gastadas, en las arrugas que se acumulan en la frente, en las canas. Por eso, en Navidad los niños sienten sólo la magia de lo que llega y los adultos sabemos sobre todo la urgencia de lo que irremediablemente se va. Lo decía Antonio Machado, aunque pensara en otra cosa: “Todo pasa y todo queda.” En Navidad quedan la música, la mesa, el calor del hogar, los ojos brillantes de los niños, el olor de las cocinas de nuestras madres, los nombres y sus gestos; somos nosotros los que pasamos.

Tenemos derecho a pensar que hay algo profundamente triste en esta constatación, pero realmente es lo contrario. Es precisamente esa fragilidad de lo que somos, de nuestra vida, lo que hace que cada diciembre cuente. Sin la conciencia certera de que estamos de paso, no tendríamos la necesidad de reunirnos y cenar y cantar juntos, ni de perdonarnos e intentar comprendernos, ni de mirar al cielo buscando una estrella cuyo brillo ya no está pero que nos sigue guiando, aunque no sepamos hacia dónde. La Navidad es el recordatorio amable de que lo importante no es eterno y que, precisamente porque no es eterno, merece más atención, merece ser más cuidado, merece ser celebrado cada año con una seriedad disfrazada de alegría.

Y sí: algunos sentimos cada año la necesidad de escribir sobre lo mismo. Sobre la lotería, el nacimiento y sus figuras desconchadas, sobre la luz, las comidas, las memorias, las músicas. Escribimos sobre el Dios que nace y sobre la familia que reagrupa sus afectos como puede. Escribimos sobre lo que ya hemos dicho nosotros y sobre lo que han dicho otros muchos antes de nosotros porque, en el fondo, estamos intentando decirnos otra cosa. Estamos intentando decirnos algo muy sencillo, muy necesario: Todavía estamos aquí. Todavía llegamos a tiempo. Todavía queda luz. Todavía merece la pena.

La copla se hará realidad algún día. Algún día será verdad que la Nochebuena se venga y se vaya, como cada año, y nosotros nos vayamos y no volvamos más. Eso le da valor a la Navidad: la celebramos sabiendo que no nos pertenece, que nos es dada para vivirla y dejarla marchar, que no la controlamos pero que ella sí se apoderó (en no sabemos qué día de nuestra infancia perdida) de los resortes más íntimos de nuestro corazón. La celebramos porque sabemos que, mientras estemos y seamos y creamos, la Navidad nos seguirá salvando un poco cada año, aunque no sepamos bien de qué.

En el fondo, todo lo que escribimos cada diciembre, es una manera de agradecer que la Navidad vuelve incluso nosotros creemos que nos faltan motivos para celebrarla. Y es una manera de ensanchar nuestros horizontes interiores sabiendo que, cuando ya nosotros no podamos cantar la Navidad, otros la cantarán por nosotros. Porque la Navidad no ha necesitado nunca de nuestra permanencia para seguir siendo verdadera.

Y quizá esa sea la gran lección que, año tras año, tratamos de poner por escrito: que en un mundo que se gasta tan rápido, hay cosas (pocas, pero esenciales) que no se agotan porque no dependen de nosotros.

La Nochebuena se viene. La Nochebuena se va.

La Navidad siempre vuelve. Y nosotros, mientras podamos, la celebraremos.

Y cuando llegue la última Navidad (nuestra última Navidad, no la del mundo) ya ningún adorno será nada necesario: no habrá belén ni mesa grande, no habrá luces ni villancicos desafinados. Para celebrarla nos bastará saber que hay una luz mínima encendida en algún lugar; saber que, en algún lugar, hay una voz cualquiera repitiendo sin saber por qué una copla antigua; que en algún lugar tiembla de emoción una memoria tenue que nos nombra sin nombrarnos. Y será suficiente. Porque entonces sabremos, por fin, que la Navidad no son el ruido ni la abundancia, ni siquiera la fiesta, sino ese gesto elemental y definitivo: la Navidad es alguien que se detiene, alguien que enciende una luz, alguien que se atreve a decir en voz baja, contra todo y contra todos: no estás solo.

Y mientras eso siga ocurriendo, aunque nosotros ya no estemos, aunque no quede nadie para escribirlo, la Navidad habrá vencido.