Sobre nuestras piedras lunares

Manuel Montejo

Cuando lo material vuelve… y seguimos mirando al ruido

Las luchas de poder lo ocupan todo. La política se vuelve autorreferencial, desconectada de las preocupaciones reales

Llevamos tiempo hablando —y no sólo en círculos militantes o mediáticos— de que bajo el estruendo cotidiano de la política hay movimientos más profundos, más lentos, pero decisivos. Movimientos que no se explican por una frase viral, una bronca parlamentaria o el último escándalo amplificado por partidos y medios, sino por algo mucho más básico: cómo vive la gente, dónde vive y qué expectativas reales tiene sobre su futuro.

Y, sin embargo, cuando se abre un nuevo gran ciclo electoral, da la sensación de que seguimos atrapados en el mismo decorado. El show diario continúa: identidades mal digeridas, batallas morales sobreactuadas, enemigos y aliados construidos para la confrontación inmediata. Cuestiones que solo parecen importar cuando sirven para destruir al adversario… o para disciplinar al propio campo.



Lo llamativo es que, mientras tanto, hay señales claras —en distintos países y niveles— de que lo material y lo territorial están recuperando un protagonismo que muchos se empeñan en no reconocer. Lo local, lo cercano, las ciudades medianas, los pueblos; el acceso a la vivienda, el empleo precario, el coste de la vida, la sensación de abandono institucional. Todo eso pesa más de lo que admite el discurso político dominante.

No es solo un problema español. Aunque, como casi siempre, aquí llegamos tarde al diagnóstico.

En la derecha occidental se está consolidando una brecha que ya ha hecho estragos. La vimos romper al Partido Republicano en Estados Unidos y desfigurar a los conservadores británicos y franceses. Una fractura que no es solo cultural, aunque se exprese así, sino profundamente económica y territorial.

De un lado, una derecha neoliberal, liberal en lo económico, globalista en la práctica, cómoda con la financiarización y con un Estado mínimo. Del otro, una derecha nacionalista económica, intervencionista cuando conviene, proteccionista, con un discurso de soberanía que conecta con sectores golpeados por la desindustrialización, la precariedad y el abandono territorial.

En España esta tensión se expresa de forma particular. El problema ya no es únicamente que el PP tenga dificultades para crecer porque Vox le muerde por abajo. El problema es que emergen actores que ya no encajan en el esquema clásico del bloque de derechas.

Alianza Catalana es un ejemplo claro. No solo compite electoralmente: reordena el espacio ideológico. Representa una nueva derecha catalana que combina nacionalismo identitario con un discurso material dirigido a sectores populares, y que arrincona tanto a la derecha tradicional como a una parte del viejo soberanismo liberal de Junts.

Lo que Vox ha logrado con el voto obrero y las clases medias bajas en amplias zonas del país —polígonos industriales, periferias urbanas, comarcas envejecidas—, Alianza Catalana lo está haciendo con más coherencia territorial en Cataluña, gracias al componente nacional. Y la pregunta incómoda es evidente: ¿cómo se conjuga esto? ¿Puede integrarse este tipo de movimiento en un frente de derechas liberales? ¿O estamos ante una recomposición más profunda que hará inviables esos pactos “necesarios” de los que tanto se habla?

Si hay una clave, no está en la batalla cultural permanente, sino en lo material y en lo territorial: jóvenes sin horizonte vital, vivienda inaccesible, empleo frágil, ciudades medias y pueblos que sienten que nadie les habla en serio.

En la izquierda el problema es, en esencia, el mismo. Y el debate debería serlo también. Pero no lo está siendo.

En Estados Unidos, sectores del Partido Demócrata empiezan —tarde, pero empiezan— a aceptar una idea incómoda: su pérdida de relevancia no se debe solo a la desinformación o al trumpismo, sino a que hay una parte de la población a la que ya no llegan. Clases trabajadoras, clases medias bajas, antiguos votantes propios que hoy giran hacia la derecha. En informes y debates recientes se repite una autocrítica significativa: los votantes perciben que no se prioriza lo suficiente la economía y el coste de la vida, y que se sobrerrepresentan cuestiones identitarias, culturales o simbólicas que no resuelven su día a día.

En Europa empieza a abrirse ese mismo debate. En España, sin embargo, seguimos atrapados en la urgencia electoral y en una lógica defensiva. Aquí todo se reduce a una pregunta táctica: cuándo y cómo alejarse del Gobierno del PSOE, cómo presionarlo, cómo colocarse mejor para el momento del voto. Se actúa como si cambiar el tono o aumentar la confrontación fuera suficiente.

Pero hay algo que apenas se quiere asumir: se haga lo que se haga, la oferta electoral será prácticamente la misma. Y la credibilidad de lo que se promete es mínima, porque no se percibe un proyecto distinto, sino una disputa por el poder dentro del mismo marco.

Basta observar debates clave —vivienda, financiación autonómica, reindustrialización, transición energética— para comprobar que casi nunca se abordan desde una lógica material y territorial coherente, sino como munición electoral o como gestos simbólicos. Mientras tanto, amplias capas sociales sienten que nadie gobierna para ellas, que todo se decide lejos y tarde.

La oportunidad de replantear el espacio de la izquierda —de proponer otra política, de condicionar de verdad las prioridades públicas— se ha ido diluyendo. Todo queda supeditado al momento electoral, a las consecuencias del fuego amigo y enemigo sobre el Gobierno. No para cambiar la vida de la gente, sino para decidir quién capitaliza el desgaste.

Las luchas de poder lo ocupan todo. La política se vuelve autorreferencial, desconectada de las preocupaciones reales. Y luego nos sorprendemos de la desafección, del repliegue o de que otros llenen ese vacío con respuestas simples y contundentes.

A este panorama se suma una ingenuidad muy nuestra, muy europea: creer que podemos seguir gestionando el mundo, nuestro mundo, preocupándonos de lo superficial y lo accesorio, como si tuviéramos un peso político que ya no tenemos.

Hace unas semanas, el Gobierno de Estados Unidos hizo pública su estrategia de seguridad nacional. Para quien quisiera leerla sin autoengaños, no decía nada que no viniera ejecutándose desde hace más de un año: la reordenación del mundo conlleva también una reordenación de su líder, si pretende seguir siéndolo. Sin embargo, muchos dirigentes europeos —los mismos que negaron o minimizaron esos movimientos— se llevaron las manos a la cabeza.

No es falta de información. Es falta de voluntad para mirar la realidad sin los filtros ideológicos que nos tranquilizan.

No estamos ante un problema de comunicación ni sólo de liderazgo. Estamos ante un desajuste profundo entre la política institucional y las condiciones materiales de la mayoría social. Y mientras no se afronte eso, seguiremos atrapados en ciclos electorales cada vez más vacíos, más broncos y menos transformadores.

Lo material y lo territorial han vuelto al centro, aunque muchos se empeñen en no verlo. Y quien no lo entienda —en la derecha o en la izquierda— seguirá perdiendo pie, mientras otros, con discursos más simples pero mejor anclados en la realidad, ocupan ese espacio.

La pregunta ya no es quién ganará las próximas elecciones. La pregunta es quién está dispuesto a hacer política de verdad en un mundo que ha cambiado, aunque eso incomode a los propios, rompa consensos internos y obligue a abandonar el ruido cómodo de lo superficial.

Porque lo contrario —seguir hablando solo para convencidos, seguir jugando a la táctica corta— no es resistencia ni estrategia. Es, sencillamente, seguir mirando al ruido mientras el suelo se mueve bajo los pies.