Sobre nuestras piedras lunares

Manuel Montejo

Gobernar, ¿para qué?

El mensaje que recibe el votante es crudo, pero claro: las propuestas que mejoran la vida de la mayoría no se materializan

La presencia de Sánchez y Montero este domingo en Málaga señala que el curso político comienza con la vista puesta en las elecciones andaluzas de 2026 y con el objetivo, para los partidos de izquierda, de conseguir desplazar a Juanma Moreno Bonilla de la presidencia de la Junta. Cualquiera podría pensar que constituirse en alternativa a la mayoría absoluta del PP andaluz es factible, habida cuenta del contexto de crisis social por el paro, la destrucción de los servicios públicos y con un descontento social que se muestra a diario en la calle, especialmente con la sanidad y la educación. Sin embargo, esta realidad social no parece reflejarse en la opinión política ni en la intención de voto, de ahí la sensación de desorientación que inunda a todos los partidos de la oposición andaluza.

Los últimos barómetros del Centra para nuestra Comunidad son demoledores. El PP, que gobierna con mano firme y sonrisa tranquila, recibe de nuevo una amplia mayoría absoluta. El PSOE, tras haber sido “partido natural de gobierno” durante décadas, se desangra y cae por debajo del 20 %. Vox se afianza como tercera fuerza y las diferentes, que no distintas, siglas a la izquierda del PSOE sobreviven con una relevancia modesta, más testimonial que decisiva.



Hasta aquí, la fotografía fría. Lo interesante viene al rascar debajo de los números. Porque los problemas que más preocupan a los andaluces siguen siendo el paro, la sanidad, la vivienda y la corrupción. Es decir: un menú que, en teoría, debería ser el terreno fértil de la izquierda. ¿Qué mayor oportunidad que un electorado que clama por empleo, servicios públicos y limpieza institucional? Sin embargo, lo que vemos es lo contrario: la derecha consolidada, la izquierda debilitada y el voto indignado que se canaliza hacia Vox. Una paradoja que obliga a hacerse una pregunta incómoda: ¿qué demonios le pasa a la izquierda?

El primer motivo es obvio: Juanma Moreno y el PP andaluz han sabido apropiarse del discurso de la gestión pragmática. Han desideologizado su imagen y la han vestido de administración sensata, calmada y sin estridencias. El votante andaluz percibe al PP como un partido que, sin prometer milagros, garantiza orden, estabilidad y cierta tranquilidad en tiempos convulsos. El truco es simple: el PP no se presenta como partido de derechas, sino como partido “normal”. Y en política, lo normal es oro. Frente a eso, la izquierda aparece dividida, enredada en debates internos o en causas que, por legítimas que sean, no conectan con las urgencias materiales de la mayoría.

El segundo motivo es el desgaste del PSOE. En Andalucía, el partido arrastra el lastre de décadas de gobierno marcadas por los ERE y las redes clientelares. Ni el relevo de caras ni la llegada de María Jesús Montero logran despegar: la gente percibe más continuidad que renovación. Cuando el electorado piensa en empleo, sanidad o vivienda, difícilmente asocia al PSOE con soluciones. La desconfianza es estructural: el partido puede presentarse con un programa de izquierdas impecable, pero el ciudadano ya no cree que, al menos en Andalucía y después de 30 años en el gobierno de la Junta, tenga ni la capacidad ni la voluntad de ejecutarlo.

En el flanco a la izquierda del PSOE, la situación tampoco invita al optimismo. Sumar, Por Andalucía, Adelante Andalucía… demasiadas marcas, demasiadas peleas, poca cohesión. A veces da la sensación de que cada elección se convierte en un concurso de logos y siglas, más preocupado por definir quién lidera y quien se va a repartir el pastel postelectoral, que por ofrecer un horizonte común. El resultado es claro: sin unidad, no hay potencia; sin potencia, no hay capacidad de convencer a los votantes de que realmente puedan condicionar nada. Y si el ciudadano percibe que su voto no servirá para cambiar nada, se queda en casa o se lo entrega a quienes parecen tener más fuerza, aunque sea para empeorar la situación.

Pero el verdadero problema no es la fragmentación ni el pasado del PSOE. El verdadero problema es más profundo: la percepción de que la izquierda no es capaz de cambiar nada, incluso cuando gobierna. Y esa sensación crece por momentos.

El ejemplo más claro lo tenemos a nivel nacional. La gran bandera de la legislatura para el Ministerio de Trabajo ha sido la reducción de la jornada laboral. Una medida con amplio consenso social, transversal, beneficiosa para la mayoría de los trabajadores. Una política que conecta directamente con las preocupaciones de la gente: empleo, conciliación, salud. Y que se ha convertido en sentido común de la mayoría de la población española a pesar de la campaña en contra del gran empresariado y sus medios afines.

Porque, por mucho que intenten desviar la atención, los datos laborales son tozudos: nuestro desempleo estructural contrasta de forma clara y llamativa con el abundante y profuso fraude laboral que caracteriza nuestro mercado de trabajo. Y en este escenario es donde la reducción de la jornada laboral puede incidir de manera determinante, siempre que se afronten dos cuestiones fundamentales y aún pendientes: la enorme cantidad de horas extraordinarias fraudulentas que ni se remuneran ni se cotizan y la falta de recursos y medios suficientes de la Inspección de Trabajo para convertir en reales los cambios legislativos.

Pero, decíamos, que la reducción de la jornada laboral, medida de “sentido común” ha sido la bandera política del “Gobierno más progresista de la historia”. Sin embargo, ¿qué ha ocurrido en el Parlamento donde se tiene mayoría? ¿Se ha aprobado? No. ¿Por qué? Porque los socios de gobierno, situados a la derecha, han decidido bloquearla. En cambio, la ley de amnistía —una concesión a un grupo muy concreto, percibida como particularista e incluso elitista— sí ha salido adelante. No porque tuviera un respaldo social mayoritario, sino porque era imprescindible para mantener los equilibrios parlamentarios que sostienen al Ejecutivo.

El mensaje que recibe el votante es crudo, pero claro: las propuestas que mejoran la vida de la mayoría no se materializan. En cambio, las concesiones que benefician a minorías con poder de negociación sí se aprueban. Así, la izquierda aparece como un actor más eficaz protegiendo a socios estratégicos que garantizando avances sociales amplios. Y eso alimenta la idea de que, por mucho que gobierne, no gobierna.

En Andalucía, esta percepción se traduce en tres fugas claras: Hacia el PP, para quienes buscan estabilidad y desconfían de la capacidad de la izquierda para resolver problemas. Hacia Vox, para quienes quieren una respuesta emocional al descontento. Y hacia la abstención, entre quienes ya no creen que valga la pena votar.

La izquierda queda atrapada en un círculo vicioso: predica soluciones reales, pero no logra ejecutarlas; promete cambios, pero transmite impotencia; diagnostica bien, pero no cura.

¿Tiene salida este bucle? Sí, pero no es fácil. La izquierda necesita dos cosas: unidad y conquistas tangibles. Unidad, para dejar de dispersar esfuerzos en guerras internas que solo interesan a sus dirigentes y que van en contra de la mayoría. Conquistas tangibles, para demostrar que gobierna de verdad: aprobar leyes que mejoren el día a día de la mayoría, aunque sean parciales o graduales, y comunicarlas con contundencia. Y coherencia entre lo que se dice y lo que se hace.

En política, lo simbólico importa tanto como lo material. Y hoy el símbolo que queda es devastador: la amnistía sí, la jornada laboral no. Ese es el tipo de contraste que erosiona más que mil editoriales de prensa adversa.

El Centra no miente: la izquierda andaluza está en retroceso porque la gente no cree que pueda cambiar nada. Y no basta con denunciar los problemas o presentar programas llenos de promesas: hay que demostrar poder, voluntad y resultados. Hay que gobernar para gobernar.

Mientras el PP siga apropiándose del relato de la gestión y Vox canalice la indignación, la izquierda seguirá pareciendo un espectro: presente en las instituciones, pero ausente en la capacidad de transformar la realidad.

Y al final, esa es la cuestión: ¿para qué sirve gobernar, si no es para cambiar las cosas?