Sobre nuestras piedras lunares

Manuel Montejo

Una derecha sin ganas

Feijóo llegó como el hombre que no se mete en líos. Y efectivamente, no se mete en ninguno. En nada, ni siquiera en política, como Franco

Durante décadas, el bipartidismo español funcionó con un truco sencillo: fingir que había alternativa. El PSOE y el PP se turnaban el poder ofreciendo al país la sensación de que cada cambio de gobierno implicaba un cambio de rumbo. No era verdad, pero servía.

El secreto del sistema no era la diferencia, sino la apariencia de diferencia. Y mientras esa ilusión duró, el votante podía creer que, con su voto, corregía algo.



Hoy esa ficción se ha agotado. El PSOE gobierna sin alma y el PP se opone sin convicción. Y si la izquierda ya no representa a ninguna mayoría, la derecha parece no representar nada. El problema de la derecha española no es la división, ni siquiera Vox. Es mucho más simple: ha perdido las ganas de ser algo distinto.

Alberto Núñez Feijóo llegó al PP como el hombre razonable que pondría orden entre tanto ruido. El “gestor tranquilo”. El “moderado gallego”. El que no se mete en líos.

Y efectivamente, no se mete en ninguno. En nada, ni siquiera en política, como Franco.

Su mayor logro hasta ahora es no parecer peligroso para nadie. Ni para los mercados, ni para Bruselas, ni para los suyos, ni para el votante medio que se queja de Sánchez con desgana. El problema es que un líder que no molesta tampoco emociona. Y en política, sin emoción, no hay voto.

Feijóo es un político que no tiene enemigos, pero tampoco tiene causa. Ni una. Por no tener, parece, y así lo ha demostrado estos días, que ni siquiera tiene ideas. No emociona a los suyos ni convence a los otros. Habla para llenar el tiempo entre un ciclo electoral y otro, como si la alternancia fuera una ley de la naturaleza y no una conquista de la política.

Hay quien dice que Feijóo es un nuevo Rajoy, pero sin la autoridad de haber ganado nada. Y quizá sea verdad. Rajoy ya convirtió al PP en un partido sin relato, pero al menos tenía mayoría. Feijóo ni eso. Su proyecto político es el de un país que quiere que todo cambie para que todo siga igual. Ni una idea nueva en economía, ni un gesto audaz en política social, ni una palabra clara sobre inmigración, vivienda o modelo territorial.

En lo económico, su discurso es el mismo que el de Sánchez, pero con menos entusiasmo. En lo ideológico, evita los charcos, lo que en España significa vivir con los pies mojados.

Y cuando hasta José María Aznar —el de las regularizaciones masivas— le recuerda que fue el PP quien diseñó el modelo migratorio que hoy todos dicen lamentar, el bucle alcanza niveles de tragicomedia.

Feijóo no es el único atrapado. El bipartidismo entero comparte hoy los mismos presupuestos: En vivienda, ambos se arrodillan ante el mercado. En inmigración, los dos gestionan el flujo de mano de obra barata sin asumir las consecuencias. En sanidad y educación, las comunidades del PP y el Gobierno central aplican las mismas recetas de externalización y precarización con distinto color corporativo. En fiscalidad, la única diferencia es la sonrisa al presentar los recortes.

El turnismo se sostenía en la idea de que uno corregía los excesos del otro. Hoy ya no hay excesos que corregir, sólo una rutina que administrar. Por eso el votante conservador, cuando mira al PP, no ve una alternativa, sino una oficina de sustitución temporal del PSOE.

Mientras tanto, la política de verdad —la que se mueve por emoción, conflicto y pertenencia— la hacen otros. Isabel Díaz Ayuso y Santiago Abascal representan dos versiones de una misma idea: dar sentido al malestar. Ayuso lo envuelve en la retórica del éxito, del “Madrid libre” donde todo funciona porque nadie molesta. Abascal lo hace desde la identidad: la patria, la seguridad, la frontera.

Ninguno ofrece soluciones, pero sí ofrecen algo, algo diferente, aunque sea emocional. Feijóo no ofrece nada.

Y en política, cuando uno no tiene relato, acaba viviendo del relato ajeno. Por eso el PP se ha convertido en una sombra entre dos focos: uno ultraconservador y otro populista, ambos más vivos que él.

Durante un tiempo, Juanma Moreno fue el ejemplo que el PP exhibía como modelo: gestión, moderación, serenidad. Pero su desgaste en la sanidad andaluza ha demostrado que la gestión sin proyecto acaba en decepción. La gente no vota sólo para que le administren bien el presupuesto, sino para que alguien parezca saber hacia dónde va el país, especialmente cuando hay problemas. Por ello, y Feijóo lo sabe, la crisis andaluza puede contagiarse, como lo hizo la del Prestige y tantos otras, cuando sus responsables entran en pánico al sentir que han perdido el control de la gestión. Responsables porque, desde Moreno Bonilla a toda la cúpula del PP andaluz, han degradado hasta el extremo el sistema público de salud con el único objetivo de favorecer al sector privado. Esta crisis ha provocado un cambio de tendencia demoscópica y la gestión de Juanma empieza a enmarañarse. Y, justo en este momento, el problema de Feijóo se amplía, no solo por las “correrías” de Mazón, sino por las vergüenzas al descubierto de Juanma. Hoy, ni en Andalucía ni en Génova 13 hay dirección, sólo inercia.

Feijóo parece empeñado en demostrar que se puede perder sin haber hecho nada, ni bueno ni malo. Y efectivamente, puede. Porque cuando un partido deja de representar una diferencia, deja también de representar una necesidad.

El bipartidismo funcionó mientras mantenía la ilusión del cambio. Pero el truco se ha visto. Hoy el PSOE gobierna sin fe y el PP se opone sin ganas. Uno vende estabilidad, el otro promete sensatez: dos palabras que significan exactamente lo mismo. El votante no distingue entre quien promete “gestionar” y quien promete “no molestar”. Y en ese empate eterno, el único que gana es quien ofrece ruptura, aunque sea de cartón piedra.

Feijóo quiere ganar, pero no sabe para qué. Y el votante conservador, que no es tonto, lo nota. Por eso cada vez más miran a otro lado, o se quedan en casa. No porque se hayan radicalizado, sino porque se han aburrido. El aburrimiento es más letal que la ideología: mata despacio, pero siempre gana.

El PP, que una vez fue el partido del orden, se ha convertido en el partido del bostezo. Y si no recupera pronto las ganas —de gobernar, de cambiar algo, de representar algo— descubrirá lo que ya aprendió la izquierda: que el poder no se pierde por error, sino por falta de propósito. Cuando no hay diferencia, no hay alternativa.

Y sin alternativa, lo único que queda es el silencio del relevo. Se han convertido en la derecha sin ganas y, así, no se gana.