Abierto por derribo

Manuel Madrid Delgado

El tiempo a la intemperie

La Nochevieja tiene algo de examen de conciencia

Como escribió Lennon, la vida sucede entre planes. Y la Nochevieja es la grieta donde esa verdad se hace evidente. Allí el tiempo —no sé si burlón, no sé si entristecido— se asoma a mirarnos, suspendidos en un paréntesis donde no somos de lo que se va ni de lo que viene. Al terminar las uvas, el Año Nuevo es todavía un espejismo: seguimos instalados en el viejo hasta que amanece. Somos como quien aguarda en un umbral, entre el hogar que ya no le pertenece y el destino que aún está por descubrir.

Puede que para luchar un poco contra esa angustia del tiempo que nos domina, hayamos cargado esta noche de rituales y simbolismo. Tal vez porque el calendario, ese artificio humano con el que pretendemos domesticar lo indomable, nos concede la ilusión de que algo termina y algo empieza. Y nosotros nos comportamos como si el tiempo obedeciera a las campanadas, como si la vida aceptara nuestros cortes arbitrarios, nuestras fechas señaladas, nuestros brindis y propósitos. “El tiempo es un río que me arrastra, pero yo soy el río. / Es un tigre que me devora, pero yo soy el tigre”, dejó escrito Borges, recordándonos que no somos espectadores inocentes del paso de los días sino partículas arrastradas por ese flujo en el que la vida y la muerte, irremediablemente, se entrelazan. El tiempo nos devora. El tiempo no se detiene: nunca lo hace. Y, sin embargo, esta noche fingiremos que sí.

En torno a una mesa —más o menos abundante, más o menos alegre— estarán reunidas las familias, los amigos: en definitiva, un puñado de soledades compartidas. Habrá risas que suenan un poco más altas de lo habitual y silencios más pesados que otros días. Brindaremos por lo que viene mientras evitamos mirar demasiado a lo que ya se va, porque mirar de frente al año que muere exige valor: exige aceptar pérdidas, errores, palabras no dichas, abrazos que no dimos, personas que ya no están. “Somos nuestra memoria”, advertía José Saramago, y la memoria, a veces, escuece.



La Nochevieja tiene algo de examen de conciencia colectivo y el tiempo deja de ser una cifra para convertirse en pregunta incómoda: ¿qué hemos hecho con el tiempo que nos fue dado? No que hemos hecho con el año, que es una abstracción, sino con los días concretos, con las horas pequeñas, con esos instantes en los que se decide casi todo sin que nos demos cuenta. San Agustín confesaba que sabía qué era el tiempo mientras nadie se lo preguntara; cuando debía explicarlo, ya no lo sabía. Quizás por eso nos cuesta tanto responder a que hacemos con el tiempo que se nos da. Quizás por eso nos aferramos a los rituales. Las doce uvas, el reloj, el brindis, el beso. Necesitamos de los símbolos porque la realidad desnuda nos abruma, y tenemos que disfrazarla. Necesitamos creer que, al cambiar de cifra, también cambiamos nosotros. Que el calendario tiene un poder redentor que nos absuelve de lo no cumplido y nos concede una nueva oportunidad.

El Año Nuevo, por definición, llega siempre cargado de promesas. En el Año Nuevo habitan los buenos propósitos, las vidas que empezarán el lunes, el cambio de hábitos que esta vez sí, la dieta y el gimnasio y el libro, las reconciliaciones pendientes. Es una tierra fértil en intenciones y frágil en perseverancias: a finales de enero, las promesas ya se habrán diluido entre los afanes del día a día. Y, sin embargo, no conviene burlarse de esa ingenuidad, tan profundamente humana. Decía no sé qué clásico antiguo que, mientras hay vida hay esperanza, y llevaba razón: sólo quien ha renunciado del todo a la esperanza no hace planes para el futuro.

Y, sin embargo, el peligro está en creer que el cambio viene de fuera. Que basta con pasar página en el calendario para que el cambio tenga lugar. Que el tiempo, por sí solo, cura, ordena, repara.          Es un peligro porque el tiempo, ay, el tiempo no hace nada si nosotros no hacemos algo con él. El tiempo pasa, simplemente. Y en ese pasar puede erosionar o puede pulir, puede vaciar y dar forma. Depende de cómo lo habitemos. Vivir atentos tal vez sea la tarea y la promesa realmente necesaria del Año Nuevo. Porque puede que el verdadero sentido del 1 de enero no sea empezar de cero —nadie empieza nunca de cero—, sino continuar de otra manera: mirar lo vivido sin ira y sin nostalgia paralizante; agradecer lo que fue luz y aprender, con humildad, de lo que fue sombra; entender que no todo depende de nosotros, pero que algo —aunque sea pequeño— sí y que un gesto minúsculo puede tener repercusiones cósmicas en la historia.

Hay una melancolía inevitable en esta noche, que ni la fiesta más festiva logra ocultar: la certeza de que el tiempo es un viajero sin retorno, de que el tiempo que se va no vuelve. Porque cada año que termina nos recuerda, con delicadeza cruel, que somos finitos, que avanzamos envejeciendo, que la vida no se guarda en una despensa infinita. Y, sin embargo, esa conciencia no debería entristecernos, sino despertarnos. ¿Puede que el brindis mejor no sea por la felicidad —demasiado grande, demasiado abstracta—, sino por la lucidez? Por la capacidad de estar presentes. Por el coraje de vivir con atención, de amar sin aplazamientos, de no dejar para otro año lo esencial. Porque lo esencial casi nunca espera y porque, como recordaba el filósofo, deberíamos vivir como si tuviéramos que repetir nuestra vida infinitamente, con todos sus momentos de alegría y de dolor, de éxito y de fracaso.

Cuando suenan las campanadas y el Año Nueva entra en nuestras vidas, no entra solo: entramos nosotros en el año con todo lo que somos: nuestras heridas, nuestras certezas frágiles, nuestras ganas de seguir. No somos páginas en blanco, sino libros escritos a lápiz, con tachones, con márgenes llenos de notas. Y eso no es un defecto: es la prueba de que hemos vivido.

Debemos estar convencidos de que el año que llega no será perfecto. No lo será. Pero nosotros podemos conseguir que sea verdadero. Y que, cuando vuelva a llegar esta noche —otra Nochevieja, otro umbral— podamos mirarnos sin demasiado reproche y decir, en silencio, como quien hace balance sin dramatismo: hice lo que pude con el tiempo que tuve.

No es poco.